29 de mayo de 2009

"RECIBID EL ESPÍRITU SANTO..."

PENTECOSTÉS  -B-  Hch 2,1-11; 1 Cor 12, 3b-7; Jn 20,19-23

 

Los hebreos celebraban la fiesta de Pentecostés para recordar el día de la Alianza del Monte Sinaí. Era el nacimiento del pueblo de Israel y el día solemne en que recibió las tablas de la ley. Era la fiesta de la Alianza entre Dios y el pueblo elegido. Jesucristo quiso que en este mismo día naciese el nuevo pueblo de Dios, su Iglesia. Al igual que en el Sinaí hay una teofanía con truenos y fuego y se efectúa una nueva creación: Jesús, en el Evangelio, sopla sobre los discípulos como Dios Padre sopló sobre el cuerpo inerte de Adán dándole vida. Los discípulos en este momento quedan constituídos en testimonios valientes de la Pascua del Señor, anunciadores de su misterio y de la nueva ley del amor, proclamada y vivida por Cristo. Llega así el cumplimiento de la Pascua del Señor: los frutos de la redención por medio de la muerte y resurrección de Cristo se concretan en la efusión del Espíritu Santo. Esta es la razón por la que San Juan coloca el día de Pentecostés con el día de la Resurrección. Apareciendo a los discípulos reunidos en el Cenáculo, les muestra los signos de su crucifixión, Jesús sopló sobre ellos y dijo: "Recibid al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se les perdonen, les quedarán sin perdonar". Este soplo simboliza y concreta el don del Espíritu Santo, principio de la nueva creación operada por la muerte y resurrección de Cristo.


            Todos nosotros hemos sido bautizados en un mismo espíritu para formar un solo cuerpo. Con estas palabras San Pablo nos explica la relación que hay en la Iglesia con el Espíritu Santo: existe una diversidad de miembros en la comunidad pero unificados por un mismo Espíritu. En el cristiano, consagrado a Dios en el día de su bautismo,  se manifiesta el Espíritu para el bien común. Con Pentecostés se realiza una nueva creación, la del Cuerpo Místico de Cristo. En efecto, siguiendo a San Agustín podemos recordar la siguiente analogía: "Aquello que nuestro espíritu, es decir nuestra alma, es en relación a nuestros miembros, lo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, es decir para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia".  El Espíritu Santo es el principio vital de la Iglesia; es el dador de vida y de unidad; es alma  como fuente de todo su dinamismo, testimoniando a Cristo en el mundo o difundiendo su mensaje. Más potente es la fuerza del Espíritu que es amor que da vida y une que todas las debilidades humanas y pecados que cometemos los hijos de la Iglesia.

 

            Todos quedaron llenos del Espíritu Santo. Con esta frase podemos acercarnos a otro aspecto importante de esta fiesta: la inhabitación del Espíritu Santo. En la historia de la salvación la presencia de Dios tuvo un desarrollo. En la Antigua Alianza, Dios está presente y se manifiesta en la "tienda" del desierto, más tarde en el "Sancta sanctorum" del templo de Jerusalén. En la nueva alianza, la presencia se actúa y se identifica con la Encarnación de Jesucristo: Dios está presente en medio de los hombres mediante la humanidad asumida de su Hijo. Así Dios va preparando una nueva presencia, invisible, que se actúa con la venida del Espíritu Santo. Una presencia interior, una presencia en los corazones humanos. Así se cumple la profecía de Ezequiel: "Os daré un corazón nuevo, infundiré dentro de vosotros un espíritu nuevo... Pondré mi espíritu dentro de vosotros".  Los cristianos somos templos de Dios, porque es el espíritu de Dios quien habita en nosotros; quien  santifica cuerpo y alma confiriéndonos  una dignidad mayor, la de Hijos de Dios, partícipes de la vida divina a través de la Gracia. Superemos toda forma de tibieza espiritual; abramos el corazón de par en par al Espíritu; no tengamos miedo. Él es consuelo, fuerza, descanso, luz, vida, verdad...