29 de marzo de 2010

"¿POR QUÉ BUSCÁIS ENTRE LOS MUERTOS AL QUE VIVE?"

 PASCUA DE RESURRECCIÓN -C- Hch 10,34-42/Col 3,1-4/Jn 20,1-9

 

            Del mortecino letargo del invierno surge la primavera como una explosión de vida nueva. ¡Una verdadera resurrección!. Y del frío sepulcro que acogió el cuerpo de Jesús, surge irreprimible la vida, la Vida nueva y eterna. Es Cristo, el Hijo del Padre encarnado, que asumió nuestra condición mortal, a quien los judíos mataron, que, vencedor de la muerte, se levanta glorioso y nos dice: "nadie me quita la vida: yo la doy y la vuelvo a tomar" (Jn 10,8), porque "yo soy la resurrección y la vida" (Jn 11, 25). Esta es la luz que en la Vigilia Pascual iluminó la noche del mundo como signo de Cristo resucitado, verdadera luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. ¡Alegría hermanos!¡No tengáis miedo", porque en un mundo replegado sobre sí mismo, en el que se vive sin horizonte de sentido, los cristianos reconocemos que todo vuelve a ser posible. Es un gesto de esperanza que fluye de la certeza de que Cristo ha resucitado. Es el triunfo de la Vida que vence la muerte. Es Jesucristo que, resucitado, se nos muestra como Vida nueva y eterna y fuente de vida para todos los que quieran seguirle: "yo soy la resurrección y la vida; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la vida eterna" (Jn 8, 12).

            Millones de hombres y de mujeres han repetido y repiten en el mundo la misma vivencia de aquel discípulo amado, cuando llegó el primero, con el aliento entrecortado, a la tumba vacía: "Vio y creyó". Esa es la experiencia a la que estamos llamados los cristianos. Porque "ésta es siempre la verdadera experiencia pascual: encontrarnos de nuevo con un Cristo que vive en el interior mismo de nuestra vida poniendo esperanza nueva en todo...Lo decisivo es escuchar a ese Cristo vivo que hoy nos sigue hablando desde lo hondo de nuestro ser: Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa (Ap 3,20). Es desde esa experiencia personal de Cristo, la que han hecho tantos cristianos, cuando se hace realidad la presencia. «La fe de los cristianos -dice San Agustín- es la resurrección de Cristo. No es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto lo creen también los paganos; todos lo creen. Lo verdaderamente grande es creer que ha resucitado».    

Poder gritar, ayer, hoy, siempre, que todo vuelve a ser posible, es un don que el mismo Dios nos regala, un don teologal, su misma vida en nosotros. La fe, la esperanza, el amor... son signos de la presencia del resucitado en nosotros, que vive para siempre y nos impulsa a ser nueva humanidad. Estamos salvados en Cristo. Todo es gracia y don del Padre, pero al mismo tiempo se convierte en tarea nuestra. Porque nosotros somos, en el hoy y aquí, la presencia viva y verificable de Cristo Resucitado. El encuentro de nosotros, creyentes en Jesús, con nuestros hermanos, ha de generar ilusión y esperanza, una Vida Nueva: la vida de aquella comunidad cristiana en la que "todos tenían un solo corazón y una sola alma" (Hechos 2, 4).  Hemos pasado del sinsentido a la comprensión de todo,  de la inquietud a la paz;  hemos pasado de los dioses a Dios, del odio al amor,  de la muerte a la Vida. Nosotros, los cristianos, ¡somos hijos de la Resurrección!, por eso "¡No tenemos miedo!". ¡Feliz Pascua de Resurrección!.

 

 

 

24 de marzo de 2010

"PADRE, A TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU"

DOMINGO DE RAMOS -C- Is 50, 4-7/Fil 2, 6-11/Lc 22,14-23, 56

 

No está el mundo acostumbrado a que uno entregue su vida a favor de los demás. Más bien estamos acostumbrados a que unos hombres quiten la vida a otros. Y no son solo homicidios; hay muchas formas de arrebatar la vida a los semejantes: guerras, hambre, tortura... traiciones, indiferencia de lavarse las manos, miedo...

Pero hay también hombres y mujeres buenos en el mundo. En la balanza pesan más  que todos los que viven del odio y siembran la muerte. No pocos se preocupan por el bien de todos, exponen su vida por los demás y llegan a perderla; se despojan de sí mismos y viven en la solidaridad de las pequeñas cosas y detalles del día a día...

La lectura de la Pasión es una muestra inigualable de que el verdadero camino de le perfección moral del hombre (la santidad) es el amar a los demás hasta ser capaz de dar-entregar la vida por ellos. La firme convicción de la fe cristiana es que "quien pierde la vida la gana para siempre".

Es una lección para la Semana Santa que iniciamos hoy, domingo de Ramos, de Pasión. En los hombres y mujeres que sufren (abandono, rechazo...) sufre Jesús. Asume todo el dolor, desde la realidad más dramática y humana (soledad, traición, abandono, injusticia, odio..) y nos muestra el camino para no caer en la desesperación. No se rebela contra Dios; le interroga, confía y acepta ("Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu"). A los ojos de la sabiduría humana el misterio de la cruz es una locura, pero para los que creemos en Cristo  es la manifestación del amor, de la fuerza, de la sabiduría de Dios.

Jesús ("que me amó y se entregó por mi") nos acompaña en nuestra vida, no enseña que debemos acompañar a los hermanos-as que sufren (consolar, confortar, visitar...). En el drama del dolor que nuestro papel no sea  añadir más dolor al dolor, sino el de Cirineos que ayudan, el de Verónicas que enjugan las lágrimas y confortan... para que la carga sea más ligera para todos. Que así sea con la Gracia de Dios.

18 de marzo de 2010

"...ANDA, Y EN ADELANTE, NO PEQUES MÁS"

Vº DOMINGO CUARESMA -C- Is 43,16-21/Fil 3,8-14/Jn 8, 1-11

           

             En el relato de hoy la mujer no dice una palabra que nos parecería esencial. Mientras que el hijo pródigo formulaba una oración ("Padre, he pecado contra el cielo y contra ti"), la mujer se limita a contestar que se han ido todos los que la condenaban y en ningún momento pide perdón por su pecado. Falta esa palabra que consideramos necesaria: "perdón". A las primeras comunidades cristianas, posiblemente como a nosotros mismos, les costaba comprender la actitud de Jesús y su perdón generoso frente a un pecado como el adulterio. Algunos copistas puritanos consideraban que Jesús quitaba importancia al pecado y que estaban, por tanto, autorizados a pecar. Nada más lejos de la intencionalidad de Jesús cuya  Palabra y  acción enseñan, al hombre pecador,  que no todo está perdido, que no entra en la voluntad de Dios que se pierda uno solo de estos pequeños...Tan lejos como vaya el hombre, en cualquier terreno, en cualquier oscuridad, siempre habrá una claridad, lucirá una llama, una lámpara....

            Una de las verdades del cristianismo, desconocida con demasiada frecuencia es esta: "lo que salva es la mirada". Todos hemos experimentado alguna vez la fuerza de una mirada que dice más que muchas palabras y gestos. Algo maravilloso de la persona de Jesús debió ser precisamente su mirada. Al mirar a aquella mujer la estaría diciendo al corazón lo que había expresado el profeta Isaías: "No recuerdes lo de antaño, no pienses en lo antiguo; mira que realizo algo nuevo; ya está brotando ¿no lo notas?". Y aquella mujer comenzaría a sentir, porque experimentaba una mirada que la quería y comprendía, que se abrían caminos nuevos en el desierto de su vida, ríos de amor y autenticidad en el yermo de su corazón. Y comenzó también a experimentar lo que también hoy decía san Pablo. "Solo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta". No hay que quedarse en estériles sentimientos de culpabilidad, sino proyectarse hacia el futuro para vivir de una forma nueva.  Porque había alguien que creía en ella, aquella mujer podía comenzar a caminar. "Lo que la mujer adúltera necesitaba no eran piedras, sino una mano amiga que la ayudara a levantarse; una mirada que la salvase y la dijese que, olvidando su pasado, podía comenzar a escribir un futuro nuevo... Convertirla es mucho mejor que apedrearla.

            No sabemos lo que Jesús escribía en la tierra mientras decía: "El que esté libre de pecado que tire la primera piedra"; pero debió existir algo en su mirada que hizo que fuesen cayendo, una tras otra, las piedras acusadoras. Y esto nos recuerda que cuando condenamos a otros, cuando los lapidamos, aunque solo sea con la palabra, debemos mirar a nuestro corazón; debemos reconocer que existen en otros las misma raíces del pecado y del mal que anidan en nuestro interior. Como repite la Biblia "sólo Dios sondea los corazones", por ello, no podemos ir cargando piedras en las espaldas de los otros; además, si todos nos tirásemos piedras ¡no quedaría ninguno!. Escuchemos hoy  a Jesús que nos dice "no condenéis y no seréis condenados". En todos nosotros hay algo de esa mujer "sorprendida en fragante adulterio", es la realidad de nuestra miseria y pecado que anida en nuestro corazón... y debemos escuchar también esas palabras de misericordia, hermosas, humanas, exigentes  y comprometedoras también: "Tampoco yo te condeno. Anda, vete y no peques más". .." El Señor no es blando con el pecado, porque el pecado destruye y esclaviza al ser humano pero "no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva", que no se quede en el polvo del camino... que se libere del pecado... que camine en la claridad de la luz. Pasó lo viejo -el pecado- llegó lo nuevo-la misericordia-. Que así sea con la Gracia de Dios.

11 de marzo de 2010

"...ESTABA PERDIDO Y HA SIDO ENCONTRADO"

IV Cuaresma -C-: Josué 5, 9a.10-12; 2 Cor 5, 17-21; Lc 15, 1-3.11-32-Apuntes para una Homilía (del libro "El Regreso del Hijo pródigo", de Henri Noumen)

           

 Esta no es una historia que separe a los hermanos en bueno o malo. Sólo el bueno el padre. Él quiere a los dos hijos, corre al encuentro de los dos. Historia de la humanidad, historia de Dios; pecado y perdón, lo divino y lo humano se tocan... En esta historia:

            Soy el hijo menor cada vez que busco un amor incondicional donde no puede hallarse. ¿Por qué marcharme del hogar donde soy tratado como un hijo de Dios y amado de mi Padre? El "No" del hijo pródigo refleja la rebelión original de Adán: su rechazo al Dios en cuyo amor hemos sido creados y cuyo amor nos sostiene. Es la rebelión que me saca del jardín, y me lleva a un  "país lejano". Dejar el hogar es mucho más que abandonar un lugar en un  momento de la vida. Es la negación de mi pertenencia a Dios con todo mi ser, de que Dios me tiene a salvo en un abrazo eterno, de que estoy grabado en la palma de sus manos y de que estoy escondido en sus sombras. El Padre no puede obligarme a quedarme en casa. No puede forzar mi amor. Tiene que dejarme marchar en libertad sabiendo incluso el dolor que aquello nos causará a ambos. Fue al amor lo que permitió dejar a su hijo a que encontrara su propia vida, incluso a riesgo de perderla. Aquí se desvela el misterio de mi vida: soy amado en tal medida que soy libre para dejar el hogar. La bendición está allí. La he rechazado y sigo rechazándola, me marcho.... Pero el Padre continúa esperándome con los brazos abiertos para recibirme y susurrarme al oído: "Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco".

            Soy el hijo mayor cuando me pierdo en el resentimiento... "He trabajado duro, he hecho tanto y todavía no he recibido lo que los demás consiguen tan fácilmente. ¿Por qué la gente no me da las gracias, no me invita, no se divierte conmigo...?". Es incapaz de compartir la alegría del padre… los cantos, se convierten en causa de mayor rechazo. Cuando el resentimiento echa raíces en los rincones más profundos de uno mismo ¡qué difícil es reconocer el perdón del padre!. Nos hace extraños en nuestra propia casa. Esta actitud de soberbia, reflejo de los fariseos cumplidores de la ley pero vacíos interiormente, se cura con confianza,  gratitud y el reconocimiento de que lo que soy y tengo lo he recibido como puro don, don que tengo que celebrar con alegría.

              El padre tiene la autoridad de la compasión...; su abrazo es la misericordia, el perdón, cura... "¿Acaso olvida una mujer a su hijo y no cuida del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré" (Is 49, 15). Dios me eligió, me ama antes que ninguna persona pueda demostrarme su amor. Es el pastor que busca la oveja perdida, es el padre que busca a sus hijos, sale a su encuentro, les abraza.... para devolverles la dignidad de hijos. Sale a recibir al hijo mayor como hizo con el hijo menor y le dice: "¡Hijo tú estás conmigo, todo lo mío es tuyo...". Los reproches del hijo mayor no tropiezan con el rechazo del padre o palabras de condena.  En esta,  historia del amor que ya existía antes que cualquier rechazo y que estará presente después que se hayan producido todos los rechazos.

Estoy llamado a convertirme en Padre, ejercer una paternidad misericordiosa; a  extender mis manos a todo aquel que sufre, apoyarlas sobre los hombros..., ofrecer la bendición que surge del inmenso amor de  Dios.  "Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia" (Rom 5, 20). El joven abrazado por el Padre ya no es solo el pecado arrepentido sino la humanidad entera volviendo a Dios.  Basta un acto de arrepentimiento, un pequeño gesto de solidaridad, un momento de perdón...., esto es lo que se requiere para que el Padre se levante de su trono, corra hacia el hijo y llene el cielo de alegría. Alegraos: el banquete está preparado; la fiesta a punto. Los hijos perdidos han sido encontrados.

            Somos el hijo menor; somos el hijo mayor; debemos ser el padre misericordioso, siendo hombres y mujeres nuevos. "Dejémonos reconciliar con Dios". El camino es largo pero lleva a la alegría. Que así sea con la Gracia de Dios.

4 de marzo de 2010

"SEÑOR, DÉJALA TODAVÍA ESTE AÑO"

III Domingo CUARESMA -C- Ex 3,1-8a/1 Cor 10,1-6.10-12/Lc 13,1-9

           

El texto del Éxodo de hoy es fundamental en la religiosidad bíblica. Un episodio que acontece en el monte Horeb (Sinaí), que expresa la radicalidad del monoteísmo judío ("Escucha Israel: el Señor Dios es solamente uno, al que se debe amar con todo el corazón, con toda la mente, con todo el ser"). La narración subraya la grandeza y la trascendencia de Yahwé, que se manifiesta en la zarza que arde sin consumirse. Moisés que se acerca con curiosidad para "mirar un espectáculo admirable" debe descalzarse porque está pisando un lugar sagrado y se tapa la cara "temeroso de ver a Dios".

            Pero no se trata solo de la experiencia de un Dios que desborda el pensamiento humano y que exige una actitud de reverencia y adoración. Es un Dios que entra en la historia concreta de los hombres y no es insensible hacia las injusticias y opresiones que ellos sufren ("He visto la opresión...he oído sus quejas...me he fijado en sus sufrimientos...voy a librarlos y llevarlos a una tierra..."). Y cuando Moisés pregunta su nombre la respuesta "Yo soy el que soy", no es tanto una definición filosófica de Dios ("el que existe en sí mismo y por sí mismo") sino "yo soy el que estoy con vosotros, el que actúo y actuaré con vosotros". Es un Dios liberador, que actúa en la historia por la compasión hacia los desfavorecidos.

            El evangelio de hoy, en esta línea, nos invita a reflexionar sobre las actitudes sociales de Jesús. Es el único texto evangélico en el que se alude claramente a la violencia política de aquel tiempo: los galileos sacrificados por Pilatos. Al mismo tiempo se refiere a una tragedia de la vida laboral: los 18 trabajadores sepultados al derrumbarse el muro de la torre de Siloé. Ante estos dos hechos, Jesús no entra en declaraciones de tipo político o sindical. Afirma que estos hechos no deben explicarse como consecuencia de las culpas de las víctimas o de un castigo del cielo, sino que deben ser interpretados como una llamada a la conversión de sus oyentes. Aquí está el germen de una verdadera revolución que tiene como punto de partida la conversión y el cambio del corazón. A veces corremos el riesgo de quedarnos ciegos ante nuestra propia culpa. Tratamos de buscar al culpable y lo encontramos siempre en los demás. Pero todos sabemos que nuestra sociedad no cambiará por el hecho de que cada uno apunte al vecino, sino por la liberación personal del pecado que impide el amor a Dios y al prójimo.

            Jesús nos enfrenta con el realismo de la vida y de la historia y con las responsabilidades propias de cada uno. Nos lleva a reflexionar sobre los acontecimientos, a descubrir el sentido hondo de los hechos sociales, políticos..., en los que todos estamos implicados. Nos recuerda que son signo de la precariedad del hombre sobre el mundo y de la maldad que nos rodea y amenaza por la culpa que vamos segregando todos. Al mismo tiempo, estos hechos nos conducen, desde la fe, a sentir la solidaridad en la culpa, por insignificantes que puedan parecer nuestras faltas personales y nos reclaman la conversión, la apertura al misterio del amor de Dios que nos recuerda que el cambio es posible. Dios no quiere la muerte del pecador, sino "que se convierta y viva". No cabe el pesimismo sombrío; sino la conversión y la esperanza en un cambio fundamental que permita a la persona y a la comunidad humana realizar su destino. No cabe desmoralizarse si las cosas van mal, inhibirse, sino ponerse manos a la obra para enderezar el rumbo torcido y colocar la vida en su ruta verdadera. Dios sabe esperar. Conoce el corazón del hombre y sabe que convertirse no es fácil. Por eso la parábola de la higuera es de gran consuelo para el hombre débil y no pocas veces estéril en sus esfuerzos de conversión. Dios espera y actúa ("cavaré alrededor...).

Tenemos que huir de las falsas seguridades ("El que se cree seguro ¡cuidado!, no caiga", nos ha recordado san Pablo). Que así sea con la Gracia de Dios.