30 de abril de 2011

"SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO"

II DOMINGO PASCUA -A- Hech 2,42-47/1 Pe 1,3-9/Jn 20,19-31

 

  “Porque me has visto has creído, dichosos los que crean sin haber visto”. La apostilla de Jesús a Tomás nos muestra que, a su manera, los “once” recorren también el camino de la fe y nos introduce en la segunda generación cristiana reflejada en las lecturas de los Hechos y la carta de san Pedro.

La relación comunitaria entre los creyentes, personas abiertas a la esperanza, al sentido pleno de sus vidas por la fe en la Resurrección  de Jesucristo “a quien amáis sin haberle visto” (Pedro), era intensa; se reunían con frecuencia, oraban con unidos; cuidaban de que ningún hermano careciera de los necesario; ponían en común sus bienes;  vivían un estilo sencillo de vida. La cohesión comunitaria no solo no hacía de ellos ningún gueto, sino que su “modo de proceder” resultaba atractivo en el  entorno social y algunos, por su ejemplo,  adoptaban la fe y el estilo de vida de la comunidad. Y además, había un  rasgo de familia que nunca faltaba: cuando se reunían en sus casas compartían la “fracción del pan”, la Eucaristía que el Señor había mandado celebrar en memoria suya. Accedían a la fe por la enseñanza y el testimonio de los apóstoles que gozaban de aceptación y crédito en medio del pueblo donde realizaban “prodigios y signos”, curando a muchos enfermos y todo,  sin falsos optimismos (Pedro les recordaba que tenían que aguantar tribulaciones y aflicciones, diversas pruebas, comprobación de la fe... pero que debían mantenerse apoyados en una esperanza viva, imperecedera...).

En nuestros tiempos, tan distintos, nuestra fidelidad debe recrear los trazos esenciales de los primeros cristianos para ser hoy la comunidad que cree en el Resucitado, que comunica su fe y contagia su estilo de vida. Nada nos dispensa de seguir cultivando hoy,  día a día,  la enseñanza apostólica. El pluralismo de nuestra sociedad no debe afectar al consenso básico de nuestra fe: es urgente rehabilitar la  cultura de la oración personal, familiar y comunitaria, el conocimiento y práctica de la doctrina social de la Iglesia y la defensa de la dignidad de la persona humana; la Eucaristía fraternalmente compartida ha de recuperar el talante  gozoso de centro de la comunidad, fuente del estilo de vida cristiano. Ser una Iglesia del Resucitado pide el empeño creativo de todos. La alegría pascual bien merece ser cuidada. Todo gira, nace y renace cada día alrededor de Cristo vivo. Y como él, por el Padre, somos enviados  a ser instrumentos de su misericordia y su perdón.

Jesús  invita a sus discípulos a volver a Galilea, allí donde habían respondido a su llamada, el lugar  donde todo comenzó para retomar  la inocencia, la alegría, la sencillez, la humildad de los orígenes. También nosotros, hoy, somos invitados a encontrarnos con el Cristo resucitado en el lugar en el que Él nos indica. Este lugar –nuestra Galilea- es la Iglesia, la sociedad, la familia… En las actividades laborales, en la vida familiar de cada día, en la que  experimentamos y vivimos el amor, a menudo, el desencuentro o la  infidelidad… la acogida, el perdón,  la ambigüedad..., el Resucitado nos reafirma: “No tengáis miedo”;  nos renueva como personas capaces  de ir  por “los caminos de la vida” y  contar el acontecimiento, narrar el encuentro que ha cambiado nuestra vida, comunicar nuestro impulso, nuestro amor, nuestra alegría. Juan Pablo II repetía: “Abrid el corazón a Cristo. No tengáis miedo”. En el día de su beatificación pedimos al Señor de la Vida que nos mantengamos abiertos a su Palabra salvadora, a todo lo que hay de justo, verdadero y puro en las culturas y civilizaciones, a lo que alegra, consuela y fortalece nuestra existencia. Dios, en su gran misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo:  ¡Cristo ha resucitado verdaderamente!. ¡Aleluya!. Renació de veras mi amor y mi esperanza!. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

 

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