31 de marzo de 2011

"CAMINAD COMO HIJOS DE LA LUZ"

IV DOMINGO DE CUARESMA -A- 1 Sm 16,1b.6-7.10-13a/Ef 5,8-14/Jn 9,1-41

           

Hoy la  identidad de Jesús nos viene mostrada por el signo de la Luz: “Yo soy la Luz del mundo”.  Esta luz que abre los ojos del cuerpo y también los del espíritu es, en línea con la enseñanza de la primera lectura, un don del  Dios “que no mira las apariencias, sino el corazón”, que muestra su amor a personas concretas, consideradas muchas veces por los hombres, los menos merecedores de la Gracia: David, el último y más pequeño de los hermanos, el ciego, un mendigo al lado de los caminos arropado por la oscuridad.  Y es que la mirada de Dios, ¡menos mal!,  no es nuestra mirada...

            En el relato de Juan no hay petición que presuponga una  fe inicial, sino una oferta compasiva de Jesús, en un día de sábado... y untando los ojos con barro... Este signo  devuelve la dignidad  y la vida al ciego; le hace pasar  de la curación física al reconocimiento de Jesús (“Creo Señor, y se postró ante él”). Los fariseos, ante un hecho que debería llenarlos de alegría,  se van hundiendo en la ceguera pensando que cada vez ven más claro (“Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”). Y en torno a ellos, están descritas otras actitudes: los que son meros espectadores que no comprenden el significado del signo; los que tienen miedo a las consecuencias de ver la luz  y cierran los ojos; los padres que no se arriesgan a ser testigos de la verdad ni quieren complicaciones (“Preguntadle a él que ya es mayorcito”); los que, como los discípulos,  se quedan en estériles discusiones teológicas sobre el origen del mal olvidando la responsabilidad frente al mismo.

            Pero hay, además, un rasgo presente en las conversaciones del ciego recién curado con los fariseos. Una y otra vez, ellos dan las razones por las que era imposible que hubiera sido curado (“¿Cuándo se ha visto que un ciego de nacimiento recobre la vista?”), o por las que era imposible que Jesús pudiera venir de Dios, ya que, contra su interpretación de la Ley,  había hecho la curación en sábado. Y, frente a todo ello,  el hombre que había sido ciego remite, una y otra vez,  a la experiencia: «Yo sólo sé que antes estaba ciego y ahora veo». La razón entre los fariseos refleja la cultura dominante, hecha de prejuicios y esquemas con los que se mide todo. Pero frente a la experiencia, los esquemas, las teorías, no valen nada;  cuenta “lo que yo he vivido”, sentido, experimentado, sufrido, gozado…

Si nuestra fe en Jesucristo está hecha  solo de esquemas, rutinas, e ideas se la lleva el viento. Con una ideología, ni se sostiene la vida ni se hace frente a la dificultad. Sólo la experiencia resiste y vence. Sólo en Encuentro cambia la vida y llena de luz. En un tiempo de  indiferencia y de consumo,  cuando las ideas son juguetes de moda y las palabras carecen de seriedad, a la hora de la verdad sólo quien puede apelar a la experiencia sobrevive. Sólo quien ha sido curado, quien tiene la experiencia de la gracia de la Redención, y puede aferrarse a esa roca, y puede decir: «Yo sólo sé que estaba ciego y ahora veo».  Y eso, lejos de ser una desgracia, es una bendición porque la  experiencia de Cristo ilumina-transforma la vida de las personas.

Tenemos una luz, Jesucristo. Una luz,  que no es una varita mágica que solucione milagrosamente las oscuridades, pero  que está en nosotros iluminando nuestra búsqueda, nuestro camino, descubriendo tonalidades más luminosas y humanas en la vida de cada día.  Pablo nos exhorta : "Caminad como hijos de la luz (toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz), buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien denunciadlas". Busquemos lo que nos hace ver (verdad, misericordia…); rechacemos  lo que nos ciega (prejuicios, pecado…). Miremos más al corazón de las personas; a los ojos del que sufre antes que al manual de instrucciones.... No seamos ciegos voluntarios. Vamos a encender la luz sin temor. Pidamos la Luz. Seamos luz. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

26 de marzo de 2011

"SEÑOR, DAME ESA AGUA..."

III DOMINGO DE CUARESMA-A-  Ex 17,3-7/Rom 5,1-2.5-8/Jn 4,5-42

            En estos tres domingos que nos conducen a las grandes celebraciones de la Pascua del Señor, leemos tres extensos evangelios de san Juan que preparaban a los catecúmenos para el Bautismo, mostrando la  identidad de Jesús y situándonos ante las preguntas esenciales de la vida.

            Pero, en primer lugar, vamos a fijarnos un momento en el interrogante, que hemos escuchado en la primera lectura. El pueblo judío había experimentado la presencia y la fuerza de Dios que lo había liberado de la esclavitud en Egipto. Y, guiado por Moisés, había emprendido el largo camino por el desierto hacia la gran promesa de una patria, de una tierra que sería suya y donde podría vivir libre. Pero el camino se hace difícil, el pueblo experimenta la terrible tortura de la sed y la tensión. Y por eso primero duda y luego se rebela. Su gran interrogante sigue siendo el nuestro (particularmente cuando pasamos la travesía del desierto, la soledad, la indiferencia o tibieza espiritual por mil causas....): "¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?".

            La respuesta que nos da Jesús es clara y rotunda: Yo estoy dentro de vosotros y estoy "como un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna". O dicho con otras palabras, con las de san Pablo en la segunda lectura: "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que nos ha sido dado". A aquella mujer que coleccionaba hombres ("has tenido ya cinco y el de ahora no es tu marido"), que siendo samaritana era considerada como hereje por los judíos, Jesús le hace esta gran oferta: Si quieres yo te daré una agua de vida que fecundará tu corazón, que se convertirá dentro de ti en inacabable fuente de amor, de amor real, abierto, generoso. Este es el anuncio de Jesús, esta es su oferta. A aquella mujer de los seis hombres. Y a cada uno de nosotros.  Lo más importante, lo decisivo es que cada uno  crea que eso va en serio y que a todos se nos ofrece esta posibilidad, este don, esta gracia. Como nos decía hoy san Pablo: “no por mérito nuestro sino porque Dios nos ama y por eso murió y resucitó Jesús, el Mesías”.

            Existe un principio fundamental de la fe: antes y más allá de nuestros programas hay un misterio de amor que nos envuelve y nos guía: es el misterio del amor de Dios. La fe viva logra descubrir en medio de los acontecimientos  de la vida la mano providente de Dios. Esto no se da de modo inmediato, sino más bien, es el resultado de un proceso de conversión, diálogo y encuentro en los lugares comunes de la vida (pozo).  Dios actúa con una pedagogía divina: a veces nos hace caminar por el desierto en medio de hambre y sed, a veces se muestra soberano en la cumbre del monte, a veces permite la experiencia de la derrota y el cansancio de la vida. El creyente es aquel que sabe descubrir en todo ello una pedagogía amorosa de Dios. 

Cuando al lado del pozo la mujer dice: “Dame de ese agua” está pidiendo el agua que puede saciar su vida.  Jesús se la  regala  y ella, “olvidando el agua y el cántaro” (símbolo de la ley antigua de purificaciones) mira hacia el futuro. Ya no encierra a Dios. Lo adora “en espíritu y verdad”, porque ha descubierto en su corazón el “don” de Dios, don de agua viva, don de la fe, para judíos y samaritanos, universal como universal es la búsqueda y en anhelo de plenitud. “Nos has hecho Señor para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en ti” (San Agustín)

El Señor presente en nuestro camino, que conoce nuestra vida, búsqueda y anhelo... nos dice: “Yo soy. El que habla contigo”. Es en esa revelación de Dios donde el hombre, que la acoge con fe,  es salvado.  “Anoche cuando dormía soñé, ¡bendita ilusión! Que una fontana fluía dentro de mi corazón (...) Anoche cuando dormía soñé ¡bendita ilusión!, que era Dios lo que tenía dentro de mi corazón” (A. Machado) No endurezcamos nuestro corazón.  Que así sea con la Gracia de Dios.

 

10 de marzo de 2011

"... EL ÁRBOL ERA APETITOSO, ATRAYENTE Y DESEABLE..."

DOMINGO I DE CUARESMA -A- Gn 2,7;3,1-7 / Rom 5, 12-19 / Mt 4, 1-11

 

Comienza una historia de “salvación” no de “condenación”. Sobre el fondo de las tentaciones la liturgia ha escogido el relato de la primera caída del hombre. Es un texto simbólico, una gran reflexión teológica para explicarnos el origen del mal en el mundo, como fruto de una elección libre del hombre. Desde nuestros  orígenes los  hombres hemos querido ser como Dios, fascinados por el deseo de convertirnos en señores absolutos de nosotros mismos, de los demás y del mundo (“podéis construir vuestra vida al margen de Dios”-“no necesitáis a Dios”); nuestra autonomía nos lleva a no aceptar fácilmente normas impuestas desde fuera; nos hemos sentido, sentimos,  atraídos por el árbol de la ciencia del bien y del mal ya que es “apetitoso, deseable y atrayente”, seductor... posible de lograr (en nuestra cultura hay la tentación de pensar que “el seréis como dioses” es solo una cuestión de tiempo: se desvelan los secretos de la vida en la biogenética, la clonación, investigación con las células madre embrionarias, la elección de sexo ...casi todo es ya posible...). 

El pecado original es nuestra tendencia innata a querer ser como dioses, a decidir lo que es bien o mal, dejarnos seducir por árboles apetitosos, atrayentes..., para acabar después, al abrir los ojos, descubriendo amargamente, como Adán y Eva, nuestra desnudez, vacío, fragilidad... finitud...signos de la ruptura con Dios.

Jesús, verdaderamente hombre, vivió dentro de sí la tentación que forma parte de la condición humana; fue sometido a la prueba como también lo estamos nosotros...,  y venció la triple tentación que ponía a prueba su fidelidad a estar con los hombre siguiendo el camino y la voluntad de Dios. Las tres tentaciones se refieren en su núcleo fundamental a la misión mesiánica que Jesús ha recibido el Padre. Versan, las tres, sobre el poder: utilizar el poder para hacer milagros que solucionen los problemas materiales, utilizarlo para forzar a la fe y para realizar la misión mesiánica por el dominio político. Y siempre con una  razón de fondo: “Si eres Hijo de Dios...”, la misma que en la cruz: “Si  eres hijo de Dios, bájate...”

            Jesús asume la realidad que para él se concretiza en el cumplimiento de la voluntad del Padre. Su poder no es para él, no es para “utilizar” a Dios”, sino para ponerlo a servicio y disposición de los demás. Por eso recuerda que el hombre necesita pan para vivir, pero si desea vivir como persona necesita también el alimento de la palabra de Dios, del espíritu. El hombre admira las obras humanas pero sin caer de rodillas ante criatura alguna porque el culto de adoración solo es debido a Dios. Todo lo demás son ídolos de barro, que esclavizan. De rodillas solo ante Dios. Esa es la libertad.

            Más allá de las tentaciones en el cristianismo hay siempre una llamada al optimismo y a la esperanza. Lo dice hoy Pablo: “por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos”, ya que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia...” “El cristiano, al igual que cualquier otro hombre reside en un territorio limítrofe entre el bien y el mal”, una criatura “siempre al borde del abismo”. En el “humano Adán estamos todos”: no podemos negar la abundante historia humana de pecado y que todos los días nos ponen delante de los ojos los medios de comunicación, pero tampoco podemos negar la sobreabundante historia de gracia que han escrito y siguen escribiendo muchos hombres y mujeres y que pasa inadvertida. Y sobre todo no podemos olvidar que nuestra llamada es a ser hombres y mujeres, personas que asumiendo su realidad finita, creada, mortal, se abren al misterio de Dios para ser transformadas, divinizadas, por el mismo Dios. Que así sea con Su Gracia.

 

3 de marzo de 2011

"...SINO EL QUE CUMPLE LA VOLUNTAD DE MI PADRE QUE ESTÁ EN EL CIELO"

IX TO-A- Dt 11, 18.26-28 / Rom 3, 21-25.28 / Mt 7, 21-27

 

Los pasajes del libro del Deuteronomio y del evangelio, subrayan claramente la necesidad que tenemos de cumplir los preceptos del Señor. Porque no basta con escucharlos y recordarlos si después nos desviamos del camino que nos marcan; como no basta confesar con los labios que Jesús es el Señor, si no cumplimos fielmente lo que nos dice. Santiago escribe: “la fe sin obras es fe muerta”, y san Pablo nos dice hoy: "Sostenemos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley".  ¿La fe o las obras?, ¿qué es lo que salva? En el corazón del mensaje surge la dialéctica, pero no es lícito separar los dos extremos, ya que  ambos pertenecen al núcleo del mensaje.

El que nos salva es Dios en Jesucristo. La fe, ella misma gracia de Dios, es la aceptación agradecida de esa salvación. Por eso el mensaje cristiano es “evangelio”, buena noticia, porque en él se proclama la iniciativa y la obra de Dios en favor nuestro, el perdón que nos concede a todos siendo, como somos, pecadores. Porque Dios,  libre y  gratuitamente,  nos ha pasado de la muerte a la vida y nos ha hecho sus hijos. De modo que no tenemos nada de qué presumir delante de Dios ni delante de los  hombres, y mucho que agradecer. La conciencia de esta salvación nos hace humildes, generosos, alegres..., porque es la experiencia de la gracia de Dios. Queda así descartada la autosuficiencia y el orgullo espiritual.

Las obras, necesarias e importantes, nacen de la fe, de la nueva vida que hemos recibido; esto es, las obras que hacemos son con el impulso del espíritu de Cristo y dejándonos llevar de ese espíritu que nos ha sido dado. De este modo,  las obras son la manifestación y la realización de la fe; son como frutos de un árbol, su testimonio. Por ello,  la exigencia de las obras nace de lo que somos. San Pablo no se cansará nunca de fundar el compromiso ético en la acogida del evangelio. Primero, el indicativo: "Sois hijos de Dios...", "habéis resucitado con Cristo..."; pero inmediatamente después, unido como el cuerpo al alma, el imperativo moral: "vivid como hijos de Dios", "buscad las cosas de arriba". La justificación es un don gratuito de Dios en Jesucristo, no solo fruto del esfuerzo humano, si bien, el mismo Jesús, que evangeliza a los pobres y a los pecadores anunciándoles la llegada del reino de Dios, recuerda siempre la necesidad de la conversión.

Creer es también “comprometerse”, porque es obedecer,  responder a la palabra de Dios con el alma, el corazón y con toda la vida. No es solo recordar, saber o retener unas verdades, sino vivir.  Y esto elimina, de una parte, toda clase de ritualismos sin alma; y, de otra, cualquier especie de espiritualismo sin cuerpo. Porque la fe se realiza en las obras: “Muéstrame tu fe sin obras que yo, con mis obras, te mostraré mi fe” (Santiago). En la vida existen ocasiones en las que la única forma de decir algo es hacer, poner en práctica, incluso cuando se trata de callar y escuchar.  

Hay que volver a la prudencia  señalada por Jesús: edificar nuestra vida exclusivamente sobre él; aunque caiga la lluvia, vengan las tormentas, soplen los vientos y embistan contra nosotros, seguiremos conservando la  fidelidad, porque está cimentada  sobre “la roca”, la palabra veraz y la vida de Jesús. Hoy se puede contemplar  toda una generación de náufragos, sin hogar y sin cobijo en su dimensión religiosa, que oyeron las palabras de Jesús, pero no las pusieron en práctica;  pensaron hacer frente a las tormentas de la vida sin oración, sin interioridad, sin convicciones...y todo era ”pura arena”, buena voluntad sin fundamentos; no se puede edificar algo que perdure de cualquier manera.  La fe, que  es confianza inquebrantable en Dios, alimentada por la oración, nos  pide “escuchar” y “cumplir” su  voluntad.  Que así sea con la Gracia de Dios.