14 de diciembre de 2014

"El que os ha llamado es fiel..."

III DOM ADV -B-   Is 61,1-2a.10-11/1 Tes 5,16-24-Jn 1,6-8.19-28

Lo más característico de los profetas judeo-cristianos era precisamente su capacidad para mantener viva en el pueblo la esperanza: se colocan en segundo plano, fuera de todo protagonismo, para no oscurecer el mensaje “Yo no soy el Mesías”, dice Juan; sondean las semillas de esperanza que hay en una historia de aparente fracaso: “Como el suelo echa brotes, así el Señor hará brotar la justicia…” canta Isaías. La salvación trasciende las propias fuerzas, las propias conquistas, la propia auto-realización… son solo “una voz”,  se abren al Espíritu del Señor y, por ello, hay  motivos para la esperanza.

El año de gracia que se nos anuncia en el Adviento requiere en el pueblo, en la comunidad,  mucha humildad, apertura al misterio de Dios, disponibilidad para dejarse salvar. La predicación de Juan el Bautista invita y urge a no poner obstáculos para que el Mesías pueda venir: “Allanad los caminos del Señor”. La gracia solo requiere como respuesta una acogida agradecida.  El Bautista nos pone en la pista correcta, nos invita a que descalcemos el corazón de todo de todo lo que nos impide un encuentro  en verdad, nos lleva a la humildad del desierto y a la sencillez de la austeridad.

Estamos llamados a ser testigos, como Juan, de la Luz y la Verdad. Esto nos pide dejarnos iluminar interiormente por la Luz verdadera que es Cristo. Nosotros no somos la Luz pero podemos proyectar la que hemos recibido en el Bautismo. En un mundo  donde se han borrado las fronteras entre el bien y el mal, el día y la noche, los verdugos y las víctimas esa es una buena tarea para el cristiano: ser  testigo de luz con una vida iluminadora. Esta es la gran responsabilidad de todo creyente, la misión que se nos ha encomendado: preparar los caminos del Señor, cada uno por sus propias sendas pero todos en la misma dirección, sin  pactar jamás con la mediocridad ambiental;  sin imposiciones porque la Luz y la Verdad no se imponen, pero con la conciencia clara de nuestra humilde misión.

 

Nuestras catequesis, la predicación ha de conducirnos a conocer,  amar y seguir con más fe y más gozo a Jesucristo. Nuestra Eucaristía ha de ayudarnos a comulgar de manera más viva con Jesús, con su proyecto y con su entrega. En la Iglesia nadie es «la Luz», pero todos podemos irradiarla con nuestra vida. Nadie es «la Palabra de Dios», pero todos podemos ser una voz que invita y alienta a centrar el cristianismo en Jesucristo. Este es el fundamento de la alegría cristiana a la que también nos invita hoy la Palabra y que debe ser acogida como un don de Dios que puede ser experimentado incluso en el dolor, el fracaso o la persecución.  La alegría cristiana no se apoya en nuestras virtudes o triunfos, sino en la victoria de Cristo que permanece viva para todos nosotros: el pecado y la muerte fueron vencidos y con ellos las principales raíces de nuestra tristeza.  Dios es fiel y la vida y mi vida tienen sentido.

 

“No apaguéis el Espíritu… Guardaos de toda forma de maldad”. El Señor vendrá. Pablo nos recuerda que la vida moral no es un añadido postizo sino  que acompaña la vida de fe.  Es necesario, cómo no, la  oración, que es la actitud de quien espera sin desesperar y el alimento de la fe, pero  también es preciso que brote la  justicia, el  respeto a la dignidad de las personas, “vendar los corazones desgarrados”, misericordia, compasión… La fe y la esperanza nunca son pasivas. Que así sea con la Gracia de Dios.

 

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