8 de mayo de 2015

"...que os améis unos a otros como yo os he amado".

VI DOMINGO  PASCUA -B-  Hch 10,25-26.34-35.44-48/1 Jn 4,7-10/ Jn 15,9-17

 

El evangelista Juan pone en boca de Jesús un largo discurso de despedida en el que se recogen, con una intensidad especial, algunos rasgos fundamentales que han de recordar sus discípulos a lo largo de los tiempos para ser fieles a su persona y a su proyecto. También en nuestros días.

 

«Permaneced en mi amor». Es lo primero. No se trata solo de vivir en una religión, sino de vivir en el amor con que nos ama Jesús, el amor que recibe del Padre. Ser cristiano no es en primer lugar un asunto doctrinal, sino una cuestión de amor. A lo largo de los siglos, los discípulos conocerán incertidumbres, conflictos y dificultades de todo orden. Lo importante será siempre no desviarse del amor. Permanecer en el amor de Jesús no es algo teórico ni vacío de contenido. Consiste en «guardar sus mandamientos», que él mismo resume enseguida en el mandato del amor fraterno: «Este es mi mandamiento; que os améis unos a otros como yo os he amado». El cristiano encuentra en su religión muchos mandamientos. Su origen, su naturaleza y su importancia son diversos y desiguales. Con el paso del tiempo, las normas se multiplican. Solo del mandato del amor dice Jesús: «Este mandato es el mío». En cualquier época y situación, lo decisivo para el cristianismo es no salirse del amor fraterno.

 

Jesús no presenta este mandato del amor como una ley que ha de regir nuestra vida haciéndola más dura y pesada, sino como una fuente de alegría: «Os hablo de esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud». Cuando entre nosotros falta verdadero amor, se crea un vacío que nada ni nadie puede llenar de alegría. Sin amor no es posible dar pasos hacia un cristianismo más abierto, cordial, alegre, sencillo y amable donde podamos vivir como «amigos» de Jesús, según la expresión evangélica. No sabremos cómo generar alegría. Aún sin quererlo, seguiremos cultivando un cristianismo triste, lleno de quejas, resentimientos, lamentos y desazón.

 

Vivimos en un mundo fragmentado, roto por nuestras violentas distinciones. Tales rupturas ocurren en todos los ámbitos que frecuentamos: el político, el religioso y eclesial, el familiar… Las guerras, las  marginaciones, los desencuentros culturales, el difícil diálogo interreligioso, la salvaje exclusión de los emigrantes, son muestras de nuestras severas distinciones. Hasta el mundo lo hemos dividido desde hace mucho tiempo en tres mundos. Dios no tiene acepción de personas pero se desvive por quienes padecen cualquier tipo de marginación: los pobres, los excluidos, las personas sin rostro, las gentes que viven a la orilla de casi todo. Dios “nos primerea”, dice el papa Francisco. Podemos ser portadores de alegría solo  si experimentamos la alegría de ser consolados por él, de ser amados por él”. Es Cristo quien nos ha llamado a seguirle y esto significa cumplir continuamente un éxodo de nosotros mismos para centrar nuestra existencia en Cristo y en el evangelio, despojándonos de nuestros proyectos…. “No soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Del corazón de Dios al corazón de los hombres.

 

Estos días se está recordando la caída del nazismo y el fin de la II Guerra Mundial. Me recuerda este hecho las palabras de  Victor Frank, prisionero en Aschwitz: “Por primera vez en mi vida comprendí la verdad vertida en las canciones de tantos poetas y proclamada en la sabiduría definitiva de tantos pensadores. La verdad de que el amor es la meta última y más alta a que puede aspirar un hombre. Fue entonces cuando aprehendí el significado del mayor de los secretos que la poesía, el pensamiento y el credo humano intentan comunicar: la salvación del hombre está en el amor y a través del amor. Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo en este mundo, todavía puede conocer la felicidad -aunque solo sea momentáneamente- si contempla al ser querido”.

 

Merece la pena vivir y permanecer en el amor. Ese es el secreto de la felicidad y del sentido de la vida, del por qué vivir y para qué luchar. Sabernos amados por El, como El es amado por el Padre. Y vivir en la felicidad que nos da esta certeza.  “La alegría es el primer efecto del amor” (santo Tomás). Que así sea con la Gracia de Dios.

 

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