13 de enero de 2018

"Rabí, ¿dónde vives?

DOM II TO-B- 1Sam 3,3b.10-19/1 Cor 6,13c-15a.17-20/Jn 1, 35-42:

 

Juan nos muestra cómo se inició el pequeño grupo de seguidores de Jesús. Todo parece casual. El Bautista dice a quienes le acompañan: «Este es el Cordero de Dios». Los discípulos sin entender gran cosa comienzan a «seguir a Jesús» … caminan en un silencio roto por Jesús con una pregunta: «¿Qué buscáis?». «Maestro, responden, ¿dónde vives?».  No buscan conocer nuevas doctrinas; quieren aprender un modo nuevo de vivir…. «Venid y lo veréis». Haced vosotros mismos la experiencia. No busquéis información de fuera. Venid a vivir conmigo y descubriréis cómo vivo yo, desde dónde oriento mi vida, a quiénes me dedico, por qué vivo así.

 

Más que explicar: mostrar. Lo dijo un padre en el Sínodo de los Obispos sobre la familia: “no hablemos ni teoricemos tanto de la familia; mostremos la belleza de la familia”; no hablemos ni teoricemos tanto de la vocación religiosa, mostremos la alegría de ser consagrados; no hablemos ni teoricemos tanto de la fe, mostremos la serenidad, la esperanza, la lucha, la paz… que nacen de la fe. Es necesario experimentar un verdadero contacto con Jesús en la oración, el silencio, la misericordia, la generosidad, la escucha… solo así nuestra comunidad podrá engendrar nuevos creyentes. El encuentro con el Señor llena de gozo el corazón de las personas y nos pone en caminos nuevos para la vida. Sentir la cercanía del Señor, disfrutar de su paz es un regalo maravilloso de Dios.  Pero hay que abrir el oído como Samuel en la sencilla narración de su vocación que hemos escuchado: "Habla Señor que tu siervo escucha".  Nuestras dudas, crisis, búsquedas, silencios quedan reflejados en esta petición.  Y hay que responder llenos de confianza, sin temor: "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad".

 

No es fácil decir con pocas palabras lo que los seres humanos buscamos en nuestro corazón. Llevamos dentro muchas pobrezas, muchos fracasos, muchas ganas de vivir en paz con nosotros mismos, muchos sueños sobre nuestro mundo, muchos deseos de disfrutar del amor de Dios y de salir de nuestras oscuridades íntimas. Seguro que aquellos jóvenes tenían el corazón lleno de esperanzas: buscaban alguien que les enseñara lo decisivo de la vida, con quien convivir, que les iluminara. Sabemos que tras el encuentro con Jesús sus vidas fueron por otros caminos (Simón-Pedro). Parece que es imposible disfrutar del encuentro con el Señor sin que se produzcan cambios profundos en nosotros.

Precisamente Pablo en la carta a los Corintios destaca el compromiso total que, para la persona entera, cuerpo y espíritu, supone la vocación cristiana nacida del encuentro con Cristo y vivida en la fe y el compromiso del seguimiento. Pablo acentúa fuertemente la dignidad del cuerpo (rechazando la fornicación: concubinato, adulterio; el estilo de vida pagano...). Para el cristiano esta dignidad radica en el hecho de su incorporación a Cristo por el bautismo -la fe-, de suerte que se hace miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo. He aquí el fundamento de una ética cristiana del cuerpo. Su raíz está en la vocación cristiana que abarca a toda la persona, y dignifica profundamente el cuerpo -no lo banaliza-, poniéndolo al servicio de Dios.

 

Ojalá, como los discípulos, podamos decir con gozo: “Hemos encontrado al Mesías” y nos quedemos con Él. Él, seguro, se queda con nosotros: “Cuando todos te abandonan Dios sigue contigo” (Gandhi).  Que así sea con la Gracia de Dios.

 

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